lunes, 4 de julio de 2016

DE ANTOLOGÍAS Y "POLÉMICAS"

AHORA QUE YA ME QUEDÓ MÁS O MENOS CLARO voy a tratar de explicarles la situación a ustedes, amables lectores que siguen esta página, desde mi visión de escritor y editor.

INTRODUCCIÓN DE ESCRITOR
    La MÁSCARA de la “polémica” literaria del momento son un par de pomposos ejercicios editoriales: Palabras mayores. México20 (2015) y Nouvelle Poésie Mexicaine (2016), que Conaculta (ahora Secretaría de Cultura) facturó, en forma de antologías de cuento y poesía, con jurados expertos y toda la cosa, para ir a promover “La-Literatura-Nacional” al Reino Unido en 2015 y a París en 2016.
    El ROSTRO oculto es la corrupción de cierto sector del funcionariado cultural que, al hacer labores editoriales para el gobierno del Estado, aprendió mal (o quizá a la perfección) la excusa chavodelochesca del “fue sin querer queriendo”.   

    Como obra de dicha Institución, no deja de ser una “mexican governmental curious”. Probablemente, la mayoría de escritores no convidados, antes de ocuparnos de lo importante, hicimos lo que se hace ante estas loables iniciativas:







Y luego ya seguimos con lo importante que, como se sabe, para cada quien son sus propios y particulares y te-vale-madres asuntos.

    Pero hay gente que no es tan indolente como uno y se pregunta: “Baia, baia, los 20 grandes escritores menores... de cuarenta años. Este libro y el viajecito a Europa que se van a echar no es la apuesta de un editor loco que con sus recursos puede hacer un papalote, sino que cuesta dinero público. ¿Cuál fue el criterio de selección de veinte para proyectarlos de esa forma?”
    Pregunta muy válida porque, como sospechan ustedes, todo proceso editorial que se precie de serlo tiene su procedimiento ético. Y si se lleva a cabo con dinero público, tiene que ser más ético, pues no se está administrando la empresa particular, ni la fama y la fortuna de nuestro pequeño networking.

PARÉNTESIS DE EDITOR
Para ponerle contexto, hagamos el resumen del procedimiento ideal para hacer una antología y de sus variantes. Fernando Reyes nos recuerda que
Por ahora podemos recurrir a la clasificación que hace Pedro Salinas de las antologías para entender su sentido o intención. Cito: “Por definición hay tres tipos de antologías: la antología personal, donde priva por completo el gusto del seleccionador. 2. Aquellas que representan una escuela o tendencia literaria, con exclusión de las restantes. 3. Y las que podríamos llamar históricas”.
    Sobre el primer tipo de antología se puede hablar de un antologador que ha desarrollado cierto conocimiento (siempre insuficiente) del tema, además de poseer un corpus de investigación amplio, y lleva a cabo una selección de pasajes o textos según su esmerado saber y gozo. Esta es la manera ideal porque reúne a una persona interesada con otra que conoce del tema y resulta que son la misma. El ejemplo de este método clásico sería El Libro de la Imaginación, de Edmundo Valadés.  
    El segundo y el tercer punto expuestos por Pedro Salinas pueden ser la reunión de amigos o las antologías que se hacen para estudiar, por ejemplo, el Siglo de Oro. 
    

Pero, en ocasiones, este segundo y tercer puntos también pueden mezclarse para ir fabricando un canon, como ese bunker de estudio emprendido por Orfila, Paz, Chumacero, Pacheco, Aridjis que terminó por montar editorialmente, por ejemplo, Poesía en movimiento. O la antología propuesta por una institución a uno o varios expertos, como por ejemplo, la que la Academia de la Lengua encargó a José María Roa Bastos y Casimiro del Collado para el cuarto centenario (1892) del descubrimiento de América en la que se reuniera la poesía mexicana desde la conquista hasta aquellas fechas.

 
Existen, además, otras formas de configurar una antología, digamos, igualmente válidas, pero que no pueden considerarse rigurosas. Por ejemplo, un editor tiene la idea de ofrecer al público un libro en el que se hable desde distintas narrativas sobre un tema de candente actualidad, por ejemplo barros y espinilla, así que con ahínco y dedicación se arroja a tratar de exprimirle algún cuento (de preferencia inédito) a los escritores que ya hayan publicado sobre bolas de grasa. Es decir, el editor hace una selección de autores y no de textos.
    Este método es, regularmente, el más socorrido por ser el más sencillo y el más rentable. Ojo, no estoy diciendo que esté mal, sino que la carga de trabajo es más sencilla y el editor puede sacarse una lanita. ¿Para qué estudiar las modalidades en que se ha desarrollado el tema de la acumulación sebácea subcutánea, cuando se puede pedir un texto a un autor que ya ha demostrado su gusto por ese tema o invitar a algunos otros a los que considere lo suficientemente pervertidos para darle vida a un texto sobre granos y espinillas?
    Es sin duda más fácil contactar a cuarenta escritores para que manden una obra, que leer a esos cuarenta y encontrar su mejor texto al respecto.
    El resto del trabajo es darle promoción a la antología y que le vaya bien si puede en la gran marea de los libros.
   


CONTINUACIÓN
Pero sigamos con la “polémica”. Nos enfocaremos en la última producción, la antología de poesía, pues ha sido la que, por sus propias defensas, justificaciones y prólogos, ha quedado más desnuda (aunque también campechanearemos con la primera antología de narradores porque se puede inferir que, dado que el responsable fue el mismo funcionario, siguió el mismo camino).
    Un buen día, la Secretaría de Cultura recibe la invitación para que México sea el huésped de honor en la Marché de la Poésie en París y pide una obra a nuestros funcionarios que sea representativa de la actividad poética. ¿Qué significa esto? Que el Estado, Gran Hermano de la edición en México, tiene la oportunidad de promover en el extranjero uno de los eslabones más raquíticos de su mercado interno: la poesía. Al menos ese parece ser el discurso: “vamos para allá como invitados a promover no sólo la literatura nacional, y a veinte poetas que están poniendo sus ladrillos para seguir edificándola (¡quizá alguno de ell@s hasta sea traducid@!), sino hasta de paso algo más concreto y ramplón: la industria editorial nacional.” 
    (Porque se les hizo ese señalamiento a los críticos de las antologías, como para que estuvieran agradecidos: "¡Sus libros también están aquí!")
   
(Se abre un paréntesis para señalar un hecho económico: aquí en México, la industria editorial es un pantanal debido a la función editora que diversos y sucesivos gobiernos federales, en su más buena voluntad populista, han arrogado al Estado mexicano. Ello lo ha terminado por convertir en el principal actor del mercado editorial interno y, por ende, en una voz importante. (Más información sobre este punto acá y acá y acá). Fin del paréntesis.)
     
Al Estado mexicano, astigmático y miope como somos en manada, por supuesto, nos importa ver al menos el bulto: lo macro. Para alcanzar algo macro en este sentido, se debe emplear un camino editorial que verdaderamente sea macro y de desarrollo afinado. Al Estado que somos lo de los veinte elegidos nos da igual. Son nombres de trabajadores en la marea de trabajadores sin nombre. Sin embargo, al Gobierno peñanietista, en cambio, por su parte, ¡le da también igual! ¡Por eso la decisión de darle forma recae en cualquier funcionario!
    Peña Nieto ni los iba a leer, queridos lectores, no se hagan ilusiones (ni ustedes ni él), ya ven el vals que se aventó aquella vez en la FIL. Además tiene otras chambas más serias, como hacer que su voz se oiga en el púlpito internacional y detener el avance de los populistas.

    ¿Qué se hizo? Bueno, el encargado de la Dirección de Publicaciones se brincó a la industria nacional, que era su prioridad macro dadas las condiciones que presentaba la invitación, y como “el tiempo apremiaba”, se le ocurrió que podía llamar a tres autores cualquiera (pero de renombre, de ser posible hasta mediáticos) y, confiado en su criterio, pedirles que entre los tres se confeccionaran una lista de veinte nombres de poetas menores de 50 años de los que tuvieran noticia.
    Además, seamos honestos y dejemos atrás el odio y la envida XD. Debido al bono demográfico, ningún lector o crítico va a leer a todos los escritores contemporáneos: son un chingo, la mayor generación de escritores que ha habido sobre la faz de la nopalera nacional.
    Así que los jurados le dieron a la Dirección de Publicaciones los nombres que se les habían ocurrido. Ya eso dice mucho: no compulsaron ningún texto quizá ya importante, sino la memoria y la fama que, como se sabe, a botepronto siempre tiende a ser selectiva y, en los casos de referenciar a alguien, siempre pueden o no aparecer frente a nosotros los nombres de nuestros amigos (y uno que otro colado, ¿por qué no?).
    Con los nombres en la mano, el encargado de la “selección” de lo mejor de lo mejor de lo mejor en el México que se está moviendo, mandó un correo electrónico a todos los designados para pedirles algo representativo de su obra. Y ellos, creyendo que respondían a una de esas antologías de autoantologismo, seleccionaron lo suyo y lo enviaron. Y se vanagloriaron, jajaja (ya sé que no puedo saber eso, pero he observado un fenómeno que se llama “orgullo y/o vanidad íntima por el trabajo reconocido” que todos tenemos, no sólo los escritores, ¿eh?).
    Y se imprimió. Y se llevó a Londres y a París.

    ¿Estuvo bien? Bueno, para el pobre que creyó en esa selección, estuvo perfecta. Autores satisfechos, jueces satisfechos, París, ¡oh, la hermosa París!, Londres, ¡oh la brexcitante Londres!, satisfechas.
    En realidad estuvo hecho con las patas. El funcionario editor debió haber interrogado a su consciencia (¿pero qué funcionario hace eso?): “En mi papel de representante del gobierno, ¿estoy haciendo lo correcto no ya para la industria nacional, sino para las y los poetas de este país o estoy haciendo una mamarrachada que podría dejar mal parados a mis amigos?”. No vamos a discutir aquí la calidad literaria de ninguno de los cuarenta seleccionados, todos ellos excelentes personas. Lo que sí se puede ver es lo siguiente: por ejemplo, de los 20 seleccionados en Palabras mayores, una buena mayoría tiene su obra más reciente publicada por sellos como Tusquets, Random House Mondadori, Alfaguara, Planeta, entre otras editoriales extranjeras. Almadía, Bonobos y Sexto Piso aparecen como las tres principales editoriales literarias mexicanas donde publican unos pocos de estos autores.
    Es decir, que aparte de antologías mal fundamentadas, de paso el Gobierno mexicano, con lana del Estado mexicano, fue a promover ¡la gran industria editorial española del país! Jajajajaja y más jajajaja. (Y estas aquí abajo son las máscaras de reír y llorar en que se basa mi risa frenética, aunque estas dos máscaras en particular no se vean muy frenéticas ni sean demasiado expresivas).

 


¿HUBO CORRUPCIÓN SÍ O NO?

Sí. Del método. Hubo corrupción del sentido editorial que debió haber tenido esta antología. Corrupción que, digámoslo de una vez, no tiene repercusiones penales de ninguna índole, pues el “error” no está tipificado más que en la ética editorial (aunque por aquí dicen que podría ser competencia de la Secretaría de la Función Pública). En resumen, hubo corrupción del sistema porque se desviaron los fundamentos de una Institución de fomento cultural para convertirla en El Sancionador de lo-que-viene-siendo-lo-más-granado-de-nuestra-literatura, sin que hubiera un trabajo serio de respaldo: “¡El canon lo hará en chinga un funcionario del gobierno porque el gobierno, ya se sabe, es ecuánime y nunca nunca jamás de los jamases a sus funcionarios los ha guiado ningún interés por el renombre personal o el de sus amigos! ¡Menos en el mercado simbólico y puro de las letras! ¡Ni que fueran tan mezquinos como esos envidiosos que se oponen a mover a México!”


¿ALGUIEN TIENE UNA PROPUESTA?

Termino este apunte con un par de propuestas (para la próxima, cuando haya reflexión y autocrítica), entre las muchas y más detalladas que pudiera haber, para que luego no digan que uno nada más anda de burlón y no aporta nada.
¿Qué debería haberse hecho para evitar la suspicacia y hacer un limpio funcionariado? Se me ocurre que se pudo convocar a los editores nacionales de poesía a enviar hasta un libro publicado de cada uno de sus autores mexicanos vivos menores de 50 años (aunque sea en PDF) para, después, repartirlos aleatoriamente entre un grupo de expertos en literatura (quizá más numeroso que el jurado clásico de tres destacadas personalidades) que seleccionara veinte de esas quizá ¿cuatrocientas? ¿doscientas? obras que les iban a llegar. Fin y tantan.
    Eso por ejemplo.

Otra opción, digamos que para una antología mega exprés (que igual iba a salir cucha por aquello del tiempo necesario de trabajo, porque hacer libros no es hacer enchiladas): convocar, por ejemplo y sólo a manera de ejemplo, al compilador de la Antología General de la Poesía Mexicana, y de paso a quienes facturaron la antología de editoriales de poesía 40 barcos de guerra, entre otros candidatos que pudieran andar en esos menesteres antologadores, para que, con el corpus que ya tienen, montar un florilegio de varia poesía que vaya a conquistar el mundo con la frente muy en alto o, al menos, dé la idea de que sí hubo un trabajo editorial y no sólo la ocurrencia de llamar a los cuates.



Mayor y más concienzuda información en:

ACTUALIZACIÓN 9 de julio de 2016:
1) Esta fue la convocatoria que apareció en el Boletín de la Caniem el 24 de agosto de 2015. La fecha de cierre era 11 de septiembre. Como se ve, se parece demasiado a mi primera propuesta. Como se sabe, la desvirtuaron al hacer que los poetas mandaran su propia obra (con ello sacaron del producto final a los editores de poesía, que era a los que estaban convocando en principio).



2) Esta es el Epílogo que escribe Tedi López Mills, jurado.  




viernes, 10 de junio de 2016

VIVIANA ROCCO: YO TRANS





La cuarta entrega documental de Daniel Reyes (DF, 1974) toca nuevamente con tino el género del retrato íntimo. Si ya nos había sacudido, más allá del enternecimiento y del reto psicológico, al elaborar un fresco de su propio padre en Daniel Reyes para presidente, ahora aborda el perfil de la fotógrafa documental y de ficción Viviana Rocco Zúñiga.
     Recordemos que si en su primera película Reyes planteaba el tema de la transformación de su padre, tras el trauma que representaron los hechos de 1968 en Tlatelolco (en una escala que partía de la “normalidad” de ser estudiante hacia la “anormalidad” de convertirse en el mesías revolucionario de banqueta que pide dinero prestado a los transeúntes para financiar su campaña/vida), en esta Viviana Rocco: Yo Trans, asistimos a una transformación a la inversa: un hombre pasa del estado de “incomodidad” por tener que representar y ajustarse a un modelo que no concuerda con su autodefinición sexual, al encuentro con la “normalidad” que la hace sentir plena, libre: el reconocerse mujer y ser reconocida como tal.
     Con una espléndida secuencia inicial a caballo entre el sueño y la provocación, presenciamos en primera línea el orgullo de conquistar esa libertad a pesar de los obstáculos que antepone una parte de la sociedad que aún busca silenciar, ocultar, ignorar, excluir la diferencia y marginalizarla. Peor aún, someterla por medio de la violencia e incluso el homicidio.
    La propuesta cinematográfica, por tanto, provoca nuestra reflexión sobre la condición trans a partir del retrato de una mujer-trans que participa activamente de la construcción/apropiación de su vida. Viviana Rocco se nos presenta como fotógrafa documental y de ficción cuyo leit motiv artístico, entre otros rubros, es el visibilizar a personas de la comunidad a la que ha decidido sumarse desde todas sus capacidades, no sólo artísticas sino políticas, y con ello contribuir a desaparecer los estigmas ("locura", prostitución) que los envuelven.
     No es un andar sencillo. En este esbozo documental de su vida cotidiana se dan pincelazos del pasado en los que se descubre los múltiples abusos a los que el/la protagonista se ha visto expuesto a partir de la infancia, sobre todo por su inclinación a los juegos culturalmente denominados “femeninos”. Desde los golpes del padre al abuso sexual reiterado por parte de un conocido de la familia. Abusos que continúan en su vida adulta, con relaciones amorosas tormentosas signadas por la violencia. Y sin embargo, al mismo tiempo también se nos muestra a la mujer que busca desenmascarar esos errores del enamoramiento y plantear una nueva forma de relaciones para ella. Porque al final del filme eso es lo que descubrimos: que se trata de una mujer que ha nacido varón y que, cuando lo resuelve, encuentra su destino y su plenitud como ser humano y artista.
     El director Daniel Reyes ha planteado el objetivo que perseguía al llevar a cabo este documental en un par de entrevistas: describir cómo es el desenvolvimiento de una autodefinición femenina en un cuerpo masculino, y el trabajo vital de llevarlo a cabo. Conseguir visualizar eso ha sido el reto del cineasta... un reto que se cumple nuevamente a cabalidad y con trazos de maestría en esta obra que, lamentablemente, se ha convertido en un homenaje póstumo del trabajo de Viviana, pues su temprana muerte ha terminado ahora por darle un giro de significado al personaje que aparece en pantalla. Esperemos que, en el mejor de los casos, sirva para visibilizar aún más la lucha por la igualdad y el respeto que pide este colectivo. 


Trailer




Título original: Viviana Rocco: Yo trans
Año: 2016
Director:
Guión:
Daniel Reyes
Música:
Gerry Celada
Fotografía:
Alejandro Tapia, Alejandro Erreguín, Daniel Reyes
Reparto:
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Productora:
Apaga Las Voces S. de R.L. de C.V.

 

jueves, 21 de abril de 2016

PODRÁ NO HABER ACTORES, PERO SIEMPRE HABRÁ CINE




RASTREADOR DE ESTATUAS
Dirección: Jerónimo Rodríguez.
Guión, producción, montaje: Jerónimo Rodríguez.
Dirección de fotografía: Jerónimo Rodrigues y Jorge Aguilar.
Casa productora: Cine portable
Sonido: Roberto Espinoza.

La unión sutil que Jorge, el protagonista de El rastreador de estatuas (2015), va descubriendo en todas las esculturas de hombres célebres que encuentra a su paso, mientras busca la del médico portugués Moniz Egaz, es el hilo conductor en este sereno cuento íntimo del hombre en busca de configurar (y reconfigurar) sus recuerdos, no sólo respecto a su padre muerto, sino con la historia de su país, y con ello encontrar su sentido, su pertenencia, pues él siempre se ha sentido desenraizado, extranjero, exiliado.
Para relatarnos esta historia de memoria, olvido y cambio, el director Jerónimo Rodríguez apostó por la experimentación, por configurar una película atractiva a través de la oralidad y de técnicas narrativas visuales mucho más propias del documental, como los insertos de archivo (fragmentos de películas, de operaciones cerebrales, revistas políticas, partidos de futbol) o los planos fijos en parques y calles existentes, levantadas estas últimas imágenes con el cuidado no del fotógrafo que busca los mejores ángulos de la luz, sino del reportero que sabe que lo importante es capturar la escena en el momento pues no habrá otra oportunidad. El efecto inmediato en el espectador es que la película posee fuerte influencia de “lo real”, a pesar de que carezca de actores. El orden o desorden en la cama de una habitación, un cielo nublado a través de una ventana, una lluvia sobre el patio, la calle y los autos, la sala de la casa de su padre, una intersección nevada en una calle de Estados Unidos, parece hablar con mayor fuerza de los personajes y la sociedad, que si estos fueran representados por mimos vivos, dramáticos, con toda su corporalidad.
     Sin actores, la importancia de la historia recaerá, por tanto, en una voz masculina en off de matices tonales apenas acentuados y que bien podría corresponder en edad a la de un contemporáneo del protagonista. Quizá al principio se podría calificar a esa voz de plana, incluso aburrida, sin embargo el ritmo de las acciones narradas y la profundidad de estas, cautivan irremediablemente al oyente de la historia de Jorge, documentalista chileno que trabaja en el extranjero. Una tarde, mientras ve junto a su novia un documental cuyo tema son los enfermos mentales, aparece en la pantalla por unos segundos la estatua en Lisboa de Moniz Egaz, inventor de las lobotomías. Aquel lapso es suficiente para desenterrar en Jorge un recuerdo de su propio padre, neurocirujano de profesión, y la ocasión en que de niño, está seguro, aquel lo llevó a un parque de la ciudad de Santiago a contemplar un busto de ese mismo médico.
     El asunto se complica cuando, para comprobar la validez de su recuerdo, Jorge acude al parque que le parece y no encuentra sino un monolito donde pudo haber estado alguna vez una estatua. Ni los vecinos, ni los jóvenes que por allí pasan, pueden darle razón de quién estuvo alguna vez inmortalizado en aquel lugar. Aquel, pues, se convierte en el principio que lo lleva de parque en parque, de jardín en panteón en calle, a la búsqueda de la escultura y de revivir un recuerdo, al tiempo que, en el encuentro con otras estatuas, profundiza en la figura paterna y en los difíciles tiempos históricos de la represión en Chile.
Así, por ejemplo, cuando Jorge encuentra el busto del poeta mayor de Rusia, Alexander Pushkin, una relación de ideas lo lleva a investigar sobre éste, su muerte durante un duelo, los duelos llevados en Chile (la película señala, con evidente interés narrativo, que precisamente Salvador Allende había protagonizado la última ocasión registrada en Chile en que fue usado ese método de “defensa del honor”), la relación simbólica, en el ámbito del futbol, entre la capital soviética y Santiago en la época anterior y posterior al golpe de Estado de 1973.
   Esta unión de puntos, este jalar el hilo, le sirve a Rodríguez para ampliar el discurso del retrato intimista que nos narra. De esta manera, y a través de las estatuas de distintos personajes (abates, futbolistas, exiliados polacos), este filme abarca una serie de hechos que rebasan al tiempo que enmarca al personaje. Comienza a comprender a su padre, inserto en un ahí-y-entonces, y a verse a sí mismo en un aquí-y-ahora derivado y dependiente de aquellas fechas históricas, y de que lo único seguro siempre será el cambio. El hecho mismo de que una estatua, regularmente considerada como cincelada para durar, para permanecer en el tiempo, se pueda perder, indica la fuerza de ese inevitable cambio. Moniz Egaz es el ejemplo justo. Su terapia invasiva para “tranquilizar” a los pacientes, que le haría merecedor del premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1949, el día de hoy es seriamente desacreditada. Del más grande premio en vida, de intenciones médicas honestas, a convertirse en un referente de lo que no se debe hacer...
     Será la consciencia del inevitable devenir, del devenir tal cual ocurre, del río en el que no se baña uno dos veces, lo que terminará por definir la historia de Jorge. Cuando la serpiente se muerde la cola, cuando finalmente el personaje se da por vencido de encontrar alguna vez la estatua de Moniz Egaz en Santiago y, por circunstancias favorables, viaja a Lisboa, tiene la firme intención de ver dicha estatua (y un malentendido lo lleva a ver otra, en lugar de la más lucidora), el círculo se cierra para este personaje desengañado de las ideologías, desconcertado ante su tiempo, reencontrado con la figura de su padre: Jorge se da cuenta que no sabe nada, pero allí, frente a aquella estatua, se siente, no obstante, un poco mejor. Las respuestas no cuadran, no se ve claro nada, no es lo perfecto, pero es lo que hay, lo existente, es con lo que hay que vivir: habitando la rueda de la historia. 
    Y ahora llegamos al punto del título bequeriano de nuestro post: una buena historia construye el cine, más allá de si cuenta con tomas espectaculares, actores famosos, escenarios rocambolescos. El rastreador de estatuas,  lo confirma. 

martes, 12 de abril de 2016

UNA BATALLA PERDIDA



No deja de ser triste cuando notas que la organización en la que una vez creíste y participaste, hoy da tumbos queriendo aferrarse a cualquier injusticia para mantenerse vigente, aunque se aleje totalmente de sus planes originales.

    Y no está mal el reclamo ante las injusticias, no, incluso es necesario. Pero si una organización nace con un proyecto y éste se vuelve inalcanzable por el autoritarismo y cerrazón de sus organizadores, incapaces de escuchar nuevas voces y métodos, y con el tiempo se desvían de su base para sumarse a cualquiera de las muchas problemáticas que nos presionan como país, dicha organización está muerta en vida.

    Camina como manso zombi benigno, sí, pero zombi al fin.


viernes, 1 de abril de 2016

POSTAL: UN AVIÓN SOBREVOLANDO EL OCÉANO





Habíamos alcanzado la altitud de 30, 000 pies y la velocidad de crucero. Yo miraba por la ventanilla las formaciones nubosas que abajo de nosotros parecían desatar un chubasco. Pasamos un bache de aire y luego un tope. Y entonces, la alarma:
   -Atención, señores y señoras pasajeros, por favor, guarden la calma -rogó la aeromoza-, ¿se encuentra entre ustedes un escritor?
   Mi reacción fue inmediata y serena. Alcé la mano, mientras me incorporaba.
    -Yo soy escritor -dije a la azafata, que ya colgaba el auricular del sistema de sonido y avanzaba por el pasillo directo a mí-. ¿Qué acontece?
    La mujer me miró como sorprendida por esa oportuna artificialidad del lenguaje.
    Noté que, en las filas de atrás, al menos cuatro pasajeros también habían levantado el brazo; entre el resto, cundió una inquietud que los hizo removerse en sus asientos, como intuyendo una posibilidad que les atañía, algo que ellos también podían hacer, pero que por un designio fuera del alcance de su ser-ahí, no lo habían intentado nunca. Algunos, con la revista de a bordo doblada en tubo, se revelaban, aparte de meros turistas rumbo a Nundá, probables lectores, tal vez hasta críticos, pero no lo que el momento pedía.
    -¿Es usted escritor? -y me miró de arriba abajo, como no creyendo en mi facha.
    -Sí -respondí en breve.
    Podía haber hecho ahí mismo la defensa del oficio, ensalzar (con todas las palabras que encubren un punto de vista) lo alto de nuestra profesión y mis ridículas intenciones de alcanzar cierta inmortalidad. Lo alto del deber ser cívico del escritor: hacer historias que sacudan chido. Y contraponer todo ello con mis pretensiones egoístas, mis pobres pretensiones humanas: comer por haber escrito quizá arte. Pero al parecer el caso ameritaba seriedad y urgencia y arte por el arte, por lo que actué haciendo un montón de elipsis y no me detuve a apreciar el cabello echado hacia atrás y la frente despejada de aquella hermosa azafata, ni aquellas arrugas que apenas se presentían en los ojazos como platos que se reconcentraban en tomar una decisión.
    -¿Y usted? -preguntó la azafata a otro que había alzado la mano.
    -Tengo un blog que actualizo todos los días -respondió el hipster-. Nueve mil caracteres.
    Cuando escuché la respuesta sentí rabia. Ahí, interfiriendo en la única posibilidad de acción que había tenido en meses, se encontraba un tipo de escritor verborreico al que yo siempre había envidiado, porque podía escribir con todas las faltas de ortografía posibles, cometiendo los dislates más intensos, sin ahondar ni cerrar nada, acometido por la bendita ignorancia del oficio: con toda la desfachatez del que simplemente escribe y tiene la certeza de que en sus letras algo se habrá dicho. Y justo por ello, probablemente tenía más lectores que los que yo había podido reunir con un par de cuentos a los que había torcido el cuello del lenguaje a altas horas de la noche con la soga de mis pretensiones.
    La aeromoza trataba de que su nerviosa indecisión no provocara efectos adversos entre los demás.
    Como yo ya me había levantado de mi asiento y mi mujer, por fin, después de tantas ridículas peleas, veía que el hecho de ser escritor podía tener una aplicación práctica a 30, 000 pies de altura, me tiré a fondo:
    -Este es un asunto de profesionales.
    -Colega, yo también soy profesional. Hacer 9000 caracteres diarios requiere de disciplina. Y me paga adsense. Y un par de patrocinadores más. Y apenas estoy comenzando.
    Me volví a mirar a la aeromoza y, con gesto de altivez, declaré:
    -Pues yo escribo desde la adolescencia... Y mi búsqueda, al paso del tiempo, no ha ido por la inmediatez, por el tema de moda que genere morbo y se cobre fácil, pues el valor que genera es inversamente proporcional al daño que representa. No, yo he pensado seriamente en el oficio, por lo que mi preocupación más urgente no es el número de caracteres.
    Aproveché el momento que el hombre se tomó en reflexionar lo que yo había dicho, y di un primer paso pero una voz a mi espalda me detuvo.
    -Yo soy poeta -intervino una mujer con los ojos delineados en un intenso negro-, y también escribo desde la prepa...
    -¿Y es profesional?
    -De la poesía no se puede hacer profesión.
    -Ajá, ¿y entonces usted cree que los poetas que ahora son famosos, lo son porque un día alguien encontró sus poemas en un cajón?
    -A Pessoa lo encontraron.
    Pinche Pessoa, no me acordaba de Pessoa. Pero luego me llegó la iluminación de una respuesta.
    -Lo encontraron porque estaba en el radar -dije-. Había publicado en vida y ya había dado muestra de su músculo. Igual Kafka. Se había metido al radar y Max Brod no dejó que saliera. Toole, incluso, estaba bajo el radar de propia castrante madre. Pero eran obra ya con sustento. Además, si usted no se ha atrevido a publicar, no está hecha para estas emergencias.
    -Pero quizá no sea una emergencia para escritores publicados.
    -¿Te sientes fuerte? -le pregunté, adusto.
    -Sí.
    -¿De qué te gusta escribir?
    -Ahora estoy escribiendo de gatos.
    -¿Gatos?
    -Sí, gatos.
    -Órale, qué interesante -dije, pero no pude evitar que se me torciera un poco la boca en un sonrisa que, entre detectives, podría ser llamada sardónica.
    Compartí una mirada con la aeroseñorita para que ella entendiera toda la ridiculez y cursilería que significaban los gatos y su peluchez, sus ojitos tiernos, en un momento crucial como aquel, en que se necesitaba la absoluta fuerza de palabras fraguadas una sólida filosofía sustentada en la ciencia (al menos así me gustaba pensar sobre mis ideologías).
    -Creo que están pidiendo un profesional.
    Y en el ánimo de los pasajeros, que habían seguido con interés nuestra conversación, se reflejaba que me tenían cierta confianza por la seguridad que yo estaba mostrando. Y eso que ellos no sabían que yo era escritor de género fantástico y luego me la jalaba mucho en mis ficciones. Y lo digo con toda la propiedad: me la jalaba mucho para mostrar otra cosa. Construía ficciones para hablar de lo imposible y arrojar la imaginación del lector por otro lado, por una salida que lo llevara a pensar en todas las otras puertas posibles. En fin, que lo mío, lo mío, lo mío era sacudir las posibilidades de la realidad, donde los significados de las acciones sustituyeran el fabulismo que veía en ciertas otras ficciones y la chorrada fácil de usar las palabras para construir moralidades.
    Por supuesto, estaba equivocado (aunque estuve en lo correcto), además de que mis pretensiones literarias eran más altas que mis realizaciones textuales. En mi mente cada vez tomó más fuerza la idea de la necesidad de una solución literaria al caos de la realidad mexicana imperante y entonces lanzar el libro como una bofetada social, como la antorcha que se pasa la cultura cada vez que requiere darle una patada en los huevos al inconsciente colectivo, por lo que ahora consideraba que el escrito sí requería de una moralidad, de una nueva, más amplia, tolerante y combatiente.
    -Quizá si hiciéramos un slam rápido para ver quién va a la cabina y que el público decidiera -propuso la poeta, comenzando a hacer ruidos extraños con la boca.
    -Por favor -repitió la aeromoza, con voz notoriamente alarmada-, se requiere URGENTEMENTE un escritor en la cabina, gracias.
    -¿En qué orden vamos a hacer el slam? -preguntó una anciana a mi lado.
    -Oiga, pues si lo consideran necesario, yo soy un importante columnista político -dijo un hombre de unos sesenta años-. Y la política es un tema donde uno se juega la vida. Hasta tengo programa de tele.
    -Sí, sí -dije, dándole por su lado y tratando de minimizar lo más rápido posible el hecho de que el tipo hubiera mencionado al rival venenoso, del cual probablemente eran adictos muchos aquellos de probables lectores del avión o la aeromoza-, pero recuerde que hasta el verso más dedicado a... gatos... tiene un contenido político. Sutil, pero ya configura un mensaje.
    El hombre se quitó los lentes y entonces lo reconocí. Era ese imbécil que en las notas que publicaba en periódicos nacionales parecía arrepentido de todos los placeres y se ensañaba contra los que levantaban la voz, contra los que se manifestaban contra las cadenas psicológicas que imponía el capitalismo para mantener el sistema, cada vez más feroz y abismal, de desigualdad. Parecía odiar a todos los que, al menos en parte, habían despertado de la pesadilla de las apariencias económicas.
    -Ah, ¿pero usted cómo se atreve a llamarse escritor? -dije-. Está bien que seamos profesionales, pero de ahí a ser un mercenario chayotero hay mucho trecho.
    -Has de ser un mugroso chairo -me dijo con desprecio.
    -Ya salió tu palabrita.
    -¡Chairo!, ¡chairo!, ¡chairo!
   No iba a entrar en su juego, que me hubiera llevado tiempo explicar: aquello era una emergencia y yo era el único que se había puesto de pie. Así que decidí dar el esquinazo a su provocación.
    -A ver -me dirigí a los colegas-, explíquenle a este señor cuál es la diferencia entre literatura y chayoterismo...
    Aproveché ese momento, para escabullirme decidido hacia la puerta de la cabina. ¿Acaso me iba a quedar a ver qué clase de escritor era mejor? Yo me conocía disposición de servicio inmediato y ciertas potencialidades narrativas, incluso pretensiones egoístas, sí, pero sanas, las naturales, como todos en su propio nicho social. Por cualquier cosa, la cosa era actuar con prontitud. Así que evité la idea de democracia en las artes o premio entre los pasajeros (lo que convertía a esos menesteres en mero espectáculo), tampoco me iba a quedar a demostrarle al chayotero que sus preconcepciones totalizadoras del “deber ser” eran un error. Ya parece que el bombero calificado se va a poner a hacer distinciones de “qué bonito apagas el fuego”, “qué hábil eres al extinguir un incendio con un cerillo”, “tu uso de la orina resulta una fresca concepción del individuo frente a lo salvaje”, mientras el edificio entero arde en llamas. El bombero calificado simplemente se enfoca en asfixiar la conflagración.
    La aeromoza que estaba frente a la puerta, con sus labios pintados, tenía unos ojos que, quizá en otro momento, eran más proclives a la ternura que a la emergencia. Me enamoré de su perfil desesperanzado. Me dejó pasar a la cabina tras comprobar que entre los pasajeros se desataba una revoltura literaria, donde ya hasta se había puesto de pie una adolescente gritando que era “una escritora precoz”.
    -Oye, ¿y tú por qué? -espetó alguien a mi espalda-. Clásico lángaro heteropatriarcal.
    Quizá tenía razón, sin embargo, hubo un silencio rotundo cuando el avión se sacudió de un lado a otro. Fue un breve momento en que el pánico los agarró por sorpresa.
    Aproveché para cerrar la puerta incluso antes de saludar al piloto y copiloto.
    El piloto paseaba una pluma por las páginas de una libretita verde, con aire distraído, pero al mismo tiempo, concentrado. Era como si las nubes, los controles sueltos que se sacudían frente a él, el canario que atravesó su pico justo en ese momento contra la ventanilla (acumulándose junto a otros cinco) hubieran dejado de existir y sólo fuera importante la brizna de polvo que parecía estar contemplando a dos centímetros de su nariz, pero que no estaba allí.
    -¿Es usted el escritor? -dijo el copiloto-. No imaginaba que fueran así.
    -Yo creía que los copilotos eran altos.
   -Hombre, no todos los copilotos son así.
   -Pues tampoco los escritores. Podemos compartir el uso de la lengua para fabricar objetos narrativos, pero nuestros fines pueden ser totalmente diferentes. Una cosa es el espacio narrativo y otra el sujeto que la emite. El sujeto que lo configura puede ser completamente distinto. Tome por ejemplo al tísico Stevenson, que no podría haber sobrevivido a ninguna de las regiones donde se desarrollaban las aventuras que inventó.
    -Está bien, a mí ya me convenció. ¿Usted qué opina, capitán?
    -No sé... ¿Cuántos libros tiene?
    -Mire, con este que va a salir van a ser tres. Es largo de explicar y estamos en emergencia. ¿Cuál es el problema?
    El capitán me miró con timidez de soldado. Un soldado puede ser muy capaz de mandar a chingar a su madre a cualquier pendejo, pero cuando le entra la timidez, se comporta como cualquier quinceañero.
    -El problema son los pájaros en la cabeza que trae el capitán -se adelantó a responder el copiloto-. Si fuera por él, este vidrio ya cargaría un montón de pájaros muertos.
    Por su forma de hablar, de ignorar por completo que allí había chocado, contra el parabrisas del capitán, otro canario, me di cuenta que aquel hombre era un tipo práctico y que no veía lo que el capitán y yo sí.
    -Mire -dijo por fin éste-, estoy escribiendo una carta de despedida. Amo a esta mujer, pero no creo poder vivir con ella. Son estas malditas apariencias. Esta mujer es mi amante: se llama Regina...
    Yo escuchaba y asentía. Interesado en obtener más información.
    -Amo y me corresponde. Pero nos separan las malditas apariencias.
    -El histórico y tradicional “deber ser” se opone a las constantes y libérrimas iridiscencias del amor.
    -¿Qué?
    -Pare ahí. Ya vi con que nos topamos aquí. Una historia de amor trágico. Casi como si fuera el primero de los amores, aunque usted, capitán, ya pinta canas. Yo le echo sus buenos cincuenta y algo de años.
    -Justo por eso de lo trágico es que necesito su asesoría: para poder zafarme de esta relación sin que termine en tragedia. Para que con lo que yo le escriba, me recuerde.
    -Para permanecer en la memoria de ella no como un amante más, sino como el amor perdido de su vida. Lo entiendo. ¿Y qué llevaba escrito?
    Otro canario se estrelló frente a nosotros y el vidrio comenzó a dar muestras de ceder.
   Comenzó a leer de su libreta.
    -Tengo un problema con un soneto que estoy escribiendo. Escuche: “Me desvelo y te adoro / como loco hecho de oro / y el absurdo de esa imagen...” -el capitán hizo una pausa-. ¿Qué le parece? No se me ocurre qué poner después para completar el primer cuarteto.
    -Y el absurdo de esta imagen / me remite a mi cuerpo de mierda construido.
    De golpe les había dado: 1) Un verso libre que rompía con la sonoridad en aras de una atonía desconcertante, 2) Una imagen poderosa que contrastaba con la cursilería y probable estupidez que hubiera sido resuelta con sus propias palabras, 3) Una filosofía sobre la igualdad entre lo soberbio y lo rastrero.
    Pero el piloto y el copiloto me miraron como si fuera un loco.
    -¿Pero qué ocurrencia es esa? ¡Ni siquiera rima!
    -Está bien, está bien, pero creo, capitán, que este drama no debería ser rimado...
    -Soy fanático de Lope de Vega.
    -Sí, sí, no nos metamos a hablar de su obra porque no terminamos -dije-. Yo lo que creo, capitán, es que usted no debería de escribir un soneto para este drama. Esto requiere una carta. Lo vamos a resolver -y fui contando con los dedos- con un poco de cursilería, otro poco de verdades humanas, otro poco de promesas de amor platónico eterno, otro poco con buenos deseos... ¿La vas a borrar de tu Facebook?
    -No sé.
    -O sea, ¿ya es definitivo?
    -No sé.
    -Tienes que decidir, porque va a quedar escrito.
    Y entonces puse la cara ensombrecida de los escritores cuando revelan su truco y dicen, con tétrica voz: “vamos a cazar, con la redecilla de grafías, a la Palabra Alada”.
    Dicté: “Amor mío: tú me has enseñado lo que es el amor de verdad y que éste se debe sustentar en verdad. Por ello mismo, porque fueron nuestros cuerpos el recipiente de las veleidades del deseo, y no nuestra cordura, te hablo con la verdad. Tú sabes, además, pues tu claridad de perspectiva sobre los eventos de la vida te permite verlo, que las máscaras sociales interfieren en la pureza de este amor. El tiempo, incluso, ha dejado caer su peso y sus retoños en mi jardín vital; y esos retoños me muestran que la felicidad tiene límites. Hermosa, me duele esta separación, es definitiva. Espero que algún día me des la gracia de tu perdón y me atesores en tus recuerdos cuando cojas o te masturbes... Tu amante por siempre, el capitán”.
    -No me llamo capitán -dijo el capitán-. Y eso del final no me gusta.
    -Capitán, le aseguro que con eso lo va a recordar por siempre.
    -Es muy vulgar. Además, hay cosas que no entiendo.
    -¿Cómo qué cosas no entiende?
    -"Veleidades", por ejemplo.
    -Hombre, pues que tome un diccionario. No se puede pedir que todo se lo desmenucen. No renuncie al asco necesario de matarse un pedazo de ignorancia como si fuera una cucaracha. El lector también debe contribuir a la magia, a que la palabra alada tenga significación.
   -Es que ella no tiene diccionario. No, si le digo que esto... no sé, creo que en definitiva no me gusta.
    Hubo una sacudida que pareció ser una precipitación de cincuenta metros.
    -Capitán, tome el control, por favor -suplicó el copiloto.
    -Mire, creo que más cursi no puedo ser para endulzarle a su amante el oído.
    -Pues entonces necesitamos otro escritor.
    -¿De veras? ¿No te sirvió ni un poquito?
    El capitán fue y releyó todo mi dictado.
    -No, bueno, en algo me sirvieron -dijo el capitán-. Me enseñaron que soy su burla.
    -No, la enseñanza era que el amor no es sino topar inevitablemente con el otro y tratar de que ese choque sea de llevadero a feliz.
    -Sí, ajá, pero, ¿cómo le digo? No me gustó. Yo tengo gusto distinto.
    Yo no iba a insistir. Si algo he aprendido en el transcurso de la vida es que un gusto es difícil de convencer y que cuando un no viene de parte del gusto, lo mejor es parar. El acero del avión se sacudió, como el temblar de un afiebrado, y otro pájaro clavó su pico en el vidrio del parabrisas.
    Salí de la cabina preguntándome cuál habría sido mi error como escritor. ¿Aspirar a un lector diferente? Mi mujer me preguntó por mi acción con la mirada y yo me encogí de hombros. Comprendió de inmediato mi inutilidad (quizá hasta corroboró sus últimos retratos sobre mí), pero no dijo nada. Supe que incluso allí, en medio de las sacudidas que daba el avión, había una ligera decepción en ella y, en caso de que existiera la otra vida, si el artefacto caía al océano, no dejaría de achacar el accidente a mi responsabilidad.
    La poeta de los ojos intensamente pintados de negro pasó con los pilotos. Durante el tiempo que estuvo dentro, los gritos entre los pasajeros acompañaban las sacudidas y se elevó en aria cuando el eje de las alas se inclinó peligrosamente hacia la izquierda.
    Y de pronto, hubo estabilidad y cielo abierto y despejado frente a nosotros. En la repentina serenidad y alivio que siguieron hasta se encendió un viejo anuncio (que no estaba antes ahí) de “Se permite fumar”. Por la ventanilla, vi una bandada de sucios canarios sangrantes perderse detrás de una nube. La puerta de la cabina se abrió y pude observar el parabrisas intacto. El capitán sonreía. Todo era felicidad.
    -¿Cómo resolviste su pedo? -le pregunté a la poeta, cuando apareció triunfal por el pasillo.
    -Con gatos. Con gatitos lindos y esponjositos -me dijo con orgullosa presunción.
    Y mientras las felicitaciones y ovaciones se alejaban por el pasillo, yo me senté de nuevo junto a mi mujer.
    -¿Te das cuenta que vamos a aterrizar en ese mundo? -me preguntó ella.
    Un breve escalofrío recorrió mi cuerpo. Pero me recuperé. Era lo de siempre.
    -Les pertenece.
    Tomé el folleto de seguridad y lo revisé lentamente, sin aprensión, pensando que hubiera sido preferible que allí estuviera escrito un procedimiento diagramado que nos salvara de la catástrofe cotidiana, por ejemplo un cuento.








Este cuento forma parte del libro Postales de Nundá.