miércoles, 25 de julio de 2012

Otra vez contra los jóvenes


Luis González de Alba escribe en esta columna sobre los jóvenes de #YoSoy132 que, tras reunirse en Atenco con otros movimientos sociales, firmaron diversos documentos, y refiere que “desde Atenco declararon el fin del capitalismo y otras demandas rete buena onda”. Y poco después de enumerar lo que él ve como errores, regaña al estilo de un maestro estricto frente a la clase:

O es un delirio de cabezas huecas o una trampa montada por provocadores porque, para llevar adelante ese plan les hace falta algo más que los elogios diabetígenos de las radical-chic que no han militado jamás en la izquierda: les falta, jóvenes y no tan jóvenes, nada menos que el Ejército Rojo, cabezas de chorlito. Abran Wiki y con copy-paste impriman copias para todos. En los libros por el suelo en el área de Humanidades de CU se encontrarán uno delgado y fácil de leer, El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo. Gugleen el nombre del autor: Lenin. Así nomás, sin apellidos. Pero, más importante aún: sobrevive un buen número de ex guerrilleros que en los años 70 eligieron una vía rápida para alcanzar lo que los sóviets de Atenco plantean: pregúntenles cómo les fue. De ahí nos viene el término “guerra sucia” y no de las bobadas a las que ustedes ahora dan ese nombre. Por cierto, hay barata de pañales en Walmart, la tienda buena, enemiga de Soriana, la tienda mala.

Caramba, se dice uno, de veras que esas son ganas de ningunear de nuevo a los jóvenes. En lugar de procurar hacerlos crecer, les recomienda una barata de pañales en Walmart. 
    Sin embargo, al contrario de lo que el texto parece sugerir, se han comprendido varias cosas a partir de la caída de la Unión Soviética, el fracasado modelo económico y social que evolucionó con mayor éxito en Rusia y que pervive en la actualidad en los deslavados colores locales de Cuba y Corea del Norte. Una de estas cosas (amén de otras en el terreno filosófico, estatal, económico) fue que en su diseño como Estado y forma de vida, sus ideólogos y constructores se olvidaron de tomar en consideración la fuerte influencia, para bien y para mal, del factor humano y la variedad de psicologías, creencias, conocimientos y deseos que hay en éste, que hacen que resulte imposible que el individuo pueda ser bueno por decreto o quiera aspirar ciegamente a la repetición mecánica de felicidad y forma de vida de los padres (como pretenden aquellos que defienden el derecho a vender o heredar el puesto de trabajo, como si ser maestro, por ejemplo, fuera un gen heredable). En su lucha ideológica contra el capitalismo (cuyos errores fueron y son tan notables como los comunistas) tergiversaron su realidad: “aquí todos somos felices”, a pesar de los desastrosos planes quinquenales y las consecuentes crisis brutales, además de la constante fuga de cerebros. Científicos, médicos, artistas, ingenieros, huyeron de los países socialistas, amén de los desaparecidos en las purgas de opositores o críticos al sistema.
    Todo ello aunado a una burocracia elefántica, el caudillismo apostólico de sus dirigentes políticos; la errónea forma de producción en la que se embarcaron, con productos igual de insostenibles que los capitalistas, pero sin el condicionamiento extra para mejorarlos y evolucionarlos que genera el incentivo del lucro; la tardía comprensión de que el estado lo gobernaban individuos que se volvían propensos, desde una posición de poder, a llevar a cabo abominables actos criminales (léase el libro Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn), productos históricos estos últimos de la errática confusión vital de millones de personas (que parte de lo individual para proyectarse a lo social).
    Esta carencia de conocimiento acerca del factor humano (la mano de obra de la productividad), derivó en que no se alcanzaran jamás los frutos a los que esa ideología y práctica aspiraba: entre otras cosas, la abolición de las clases sociales, la eliminación de la explotación del hombre por el hombre, la repartición equitativa y proporcional de las ganancias generadas por el concurso de todos, un entramado de intercambio de bienes justo, medios de comunicación que efectivamente fueran vías de información, conocimiento y, ¿por qué no?, entretenimiento.
    Que estos reclamos vuelvan a permear en la juventud, y no sólo en los de #YoSoy132 ni sólo en la mexicana, a más de dos décadas del fin de la Unión Soviética más que un motivo de ironía sobre la necesidad de un Ejército Rojo, debería ser tema de reflexión y hasta de orgullo: una nueva generación de personas toma el relevo de un sueño humano que lleva siglos en vigencia y se preocupa por su mundo y comienza por su casa. Que no se les crea tan desorientados o rematadamente ignorantes: pertenecen a un grupo de jóvenes con una consciencia más clara de los errores del pasado y de los retos del futuro. Por eso han buscado el pacifismo y la marcha dominical, para que no se les pueda tachar de revoltosos huevones (aunque no falta el apuntado a decirlo). Por ello mismo no es que no acepten el necesario cambio de gobiernos, sino que les indigna que se haya llevado a cabo con prácticas que aprovecharon la pobreza, la desinformación o el cinismo de algunas personas. Si esos métodos requirieron una fuerte inversión de capital público y privado (y quizá hasta del narcotráfico), ¿con qué métodos esperarán recuperar su dinero y cuáles son los dividendos que esperan? ¿El gran capital ha vuelto a ganar, ha terminado por comprar las consciencias, con tal de que el mundo siga como está un tiempo más, seis años más, y se acerque ya sin retorno a su precipicio?
     Ante esta situación, ¿debemos ironizar sobre los jóvenes o apoyarlos?








viernes, 20 de julio de 2012

Una utopía


No estaría mal que un día las cosas fueran diferentes y la revelación de un íntimo destino compartido abrazara al errático género humano. León Felipe (1884-1968), español exiliado en México tras el golpe de Estado franquista, escribe en el parágrafo II de sus "Prologuillos":

                                     Poesía...
                                     Tristeza honda y ambición del alma...
                                     ¡cuándo te darás a todos... a todos,
                                     al príncipe y al paria,
                                     a todos...
                                     sin ritmo y sin palabras!...













martes, 10 de julio de 2012

Apaga la televisión




Hay gente que afirma que la televisión no los influye al momento de tomar una decisión electoral. "¿A mí? No, cómo crees, yo tengo la suficiente capacidad para discernir qué creo, qué pienso y qué decido". Sin embargo, ese artilugio, situado a la mitad de la sala, o incluso en las habitaciones, como un miembro más de la familia o un amante, abierto a todas horas para evitarnos el aburrimiento, influye en nuestra psicología más de lo que desearíamos. 
    Para entender esto es necesario comprender un poco cómo funciona la mente humana. Por principio,  habría que desligar un poco al cerebro como tal (que es el órgano encargado de ordenar la ejecución de un sinfín de actividades vitales automáticas, como respirar, bombear el corazón, enviar las señales de dolor o placer, etcétera) de la mente (donde residen nuestras emociones y recuerdos, elaboramos pensamientos y, en fin, se halla nuestra consciencia y esa enorme región agazapada donde se ubica el inconsciente). Mientras el cerebro es multitareas, nuestra mente consciente sólo en contadas ocasiones requiere serlo y, regularmente, se ocupa de una situación por vez, aplazando por un tiempo el resto de las cosas hacia el campo del inconsciente. Un ejemplo de ello sería el juego: cuando estamos atrapados en la emoción de éste, cualquiera que sea, difícilmente nos ocupamos de recordar el vencimiento de los pagos o la lista del mercado o del color de los calzones que llevamos puestos. Es decir, en aras de privilegiar la estrategia, el deseo de suerte o la acción física, relegamos para otro momento los demás pensamientos que no requerimos. A veces, en ese desplazamiento, los podemos llegar a enviar hasta el inconsciente y dejarlos bien enterrados allí (hasta que algún suceso disparador, en algún momento, puede hacerlos resucitar como zombis o, en ocasiones, como con ciertos recuerdos, los reintegra felizmente del olvido). 
    En ese contexto mental, la televisión adquiere una influencia desproporcionada sobre el receptor de sus contenidos. Si Goethe llegó a escribir que "en el teatro, por la diversión de la vista y el oído, la reflexión queda muy limitada", aún así el público teatral siempre ha podido practicar la sana crítica directa y comunal del abucheo, el tomatazo y el linchamiento (bueno, las dos últimas no tan sanas para ninguno de los involucrados, sobre todo para los actores): es decir, como acto social que engloba la presencia física de espectador y el actor, el auditorio puede mostrar su conformidad o disgusto incluso mediante la intensidad del aplauso. En ese aspecto, la televisión era (y busca mantenerse) autista: sólo expresa, barbota, grita, sonríe, miente, tergiversa sin que el espectador tenga mayor opción que la de indignarse individualmente, es decir, interioriza su disgusto. La posibilidad de replicar y contradecir el mensaje emitido en pantalla es nulo y acudir a las puertas de las televisoras, ya se vio, sólo contribuye a que esa máquina desprestigie a sus opositores. Por mucho que su crítica alcance el radio de sus relaciones personales más cercanas, el televidente insatisfecho fracasa ante la abundancia de avisos, notas y anuncios sutil o burdamente producidos por el aparato.
    Encendido durante horas (según el último reporte de la compañía Nielsen de 2011, aumentó 22 minutos la sintonía respecto al 2010), la televisión abastece al telespectador de contenidos que, de otra manera, no podría extraer de su propio medio. Le muestra paisajes de ensueño a los que no podrá acceder jamás: vistas aéreas de cañones y lagos, el tránsito en ciudades alejadas del mundo, programas que con sus gritos, carcajadas y escenas bobas lo distraen de la angustia de hallarse frente a sí mismo, amén de cortar brutalmente la atención para recordarnos en escenas de veinte segundos o más, la necesidad que tenemos de comprar champú, ser libres con un automóvil, hallar nuestra paz interior con un medicamento, ser aceptados por nuestros iguales si no tenemos barros. Y debe tomarse en consideración que la mayoría hemos sido cañoneados por este instrumento desde la infancia. 
   Cualquier persona que haya acudido a un centro comercial o la tienda de la esquina ha experimentado ante el escaparate la duda de cuál producto adquirir. Y allí es donde el inconsciente trabaja para resolver la disyuntiva: regularmente se adquiere aquello con lo que se está familiarizado, que da una sensación de seguridad por conocido, que a fuerza de repetición de sus bondades se ha enquistado en la mente, a pesar de que el consumidor no haya llevado a cabo el mínimo esfuerzo de comprobar por sí mismo cuál de los dos, tres o cuatro productos le resulta mejor. 
    Las dos grandes corporaciones televisivas del país (y las grandes dentro del espectro de paga) se empeñaron, durante las pasadas campañas electorales, en encumbrar con calificativos bienintencionados y entrevistas a modo al candidato priísta, ensalzando sobre todo su cuestionable galanura, en detrimento de las propuestas. Hasta ahora, la pregunta de qué plantea Peña Nieto (aparte de una continuidad del calderonismo) sigue siendo un misterio para muchos mexicanos y los medios impresos de otros países, como Die Spiegel en Alemania. Y eso sin mencionar la reiteración de machaconas encuestas "copeteadas" en las que lo colocaban con una ventaja apabullante: una especie de rechazo generalizado a priori con el que se buscaba desmotivar al electorado opositor. Ante estos mecanismos es válido preguntarse si de verdad el electorado que no tiene mayores fuentes de información de verdad pudo  tomar una decisión informada o sólo fueron guiados por los "analistas" a inclinarse por un candidato (todo esto sin tomar en cuenta la grave compra de votos). 
    De esa misma manera cínica, a los pocos avances del PREP, las televisoras buscaron legitimar de inmediato sus premoniciones encuestoriles, señalar un vencedor (con la rápida intervención de quien ocupa la presidencia) y desacreditar a cualquiera que se atreva a levantar la mano y decir que no está de acuerdo. Y procurarán hacerlo por el resto del sexenio, como arroparon de la misma forma a Felipe Calderón, presentando los hechos a su habitual manera: segmentados, descontextualizados, incompletos... Algunas personas, siguiendo fielmente ese guión, comprándolo de inmediato, ya expresan que los "perdedores" deberían resignarse, ponerse a trabajar, comenzar el cambio por ellos mismos y no estorbar en el avance de México, como si ese avance tuviera que ser ciego a las irregularidades y las injusticias.       
    Queda, ante la avalancha de mensajes que inducen tendencias, una esperanza. Esta vez los consorcios televisivos se han topado contra el avance de los tiempos: las redes sociales virtuales. Cierto, no son la panacea de la libertad, tienen sus lados oscuros (y peor aún, podrían desarrollar ciertas inclinaciones granhermanescas), pero también su mayor virtud: la capacidad de compartir y generar contenido que se instale en igualdad de condiciones frente al televisor y que ello también influya en sus propios ámbitos, con mucha mayor fuerza porque quien emite el mensaje es una persona cercana, mucho menos inalcanzable y sordo que los opinólogos detrás de los rayos catódicos que surcan un vidrio. La capacidad de organización que éstas suscitan ha quedado demostrada en las movilizaciones a lo largo de todo el país que exigen la revisión imparcial (¿se podrá lograr eso?) del proceso electoral recién transitado, y que podrían llegar a emular los logros obtenidos por la Primavera Árabe (aunque aquí faltaría el respaldo de la OTAN y de Estados Unidos, quienes preferirían mantener a Peña Nieto en el poder).
    La otra esperanza que resta es mirar el aparato televisivo siempre desde un punto crítico, experimentar las decisiones de compra (que son las que nutren al sistema) más allá de un irreflexivo condicionamiento y, lo más recomendable, simplemente apagarlo y leer un libro, contemplar un cuadro, charlar sobre la vida con los que nos rodean, reflexionar sobre las bases en que hemos construido este mundo, jugar o salir a caminar. Hay mucha vida propia, nueva, refulgente, esperando afuera de cualquier pantalla.